viernes, 14 de diciembre de 2012

La guardiana del amanecer

¡Buenas! Siento mucho haber tenido esto tan abandonado... En fin, espero retomar esto y al menos ofrecer un relato por semana. Esta bien estimular la imaginación de un modo tan aleatorio como ofrece la opción del relato ;). Bueno, por el momento voy a seguir el proyecto de los relatos basados en los Pecados Capitales, y hoy le toca a la AVARICIA. ¡Que lo disfrutéis! (Aunque como voy a escribirlo ahora mismo y sobre la marcha aún no sé si será digno de gozo x) En todo caso, prometo no publicar nada de lo que no esté satisfecha ;))




LA GUARDIANA DEL AMANECER



Eran tiempos inciertos, pero si alguien no dudaba de algo era de la belleza de Angharad. En realidad, pocos la habían visto, pero su hermosura había alcanzado una consideración legendaria, y se había propagado a modo de fábula a través del viento.

Se decía que el atardecer se enredaba entre las hebras de su pelo. Que despedía tonos rojizos, rosados y ambarinos y que era tan largo que bailaba a su espalda en un sedoso vaivén. Sus ojos eran azules. Pero no de un celeste común. Sus ojos retrataban la inmensidad del mar; eran tan inusuales que parecían lustrarse con la belleza del alma. Sus pestañas, espesas y oscuras, eran el decorado idóneo para sus bella mirada. Sus labios, rojos como la sangre, parecían madurar como una fruta deliciosa bajo la mirada de aquellos que sopesaban el sabor de su beso. Su tez era inmaculada y pálida, expectuando en las mejillas, donde las rosas rosas esparcían el suave rubor de sus pétalos.

Angharad sabía el poder que le otorgaba una belleza como la suya. Una belleza que se las arreglaba para resultar exótica, incomparable, embelesadora e impactante. Por ello, se protegía en lo alto de una torre, donde transcurría sus días trenzando su preciosa cabellera, tan espesa y larga que la mantenía entretenida durante las horas diurnas de toda una vida.

La joven beldad temía por el impacto que su hermosura pudiera tener en el mundo. La belleza era algo que todo ser de la creación admiraba. Nadie era inmune a la gradación lumínica del amanecer, al horizonte de un océano inabarcable, a una danza entre el viento y las flores sueltas que se prendían a su aliento, a la visión sobrecogedora de una tierra desde lo alto de una montaña. Y desde luego, un ser humano no era inmune a las formas sensuales de una mujer cuya belleza estaba por encima de lo descriptible. 

La belleza es un afrodisíaco para los sentidos. La belleza es algo contagioso, algo adictivo, algo que nuestra codicia no puede dejar de ambicionar. Es algo que queremos encerrar, que ansiamos poseer. Algo con lo que queremos congraciarnos, sobre lo que queremos ejercer poder, para así dejar que abrillante nuestro mundo.

Angharad se resguardaba bajo el eco de una historia en su reclusión. Su corazón había encontrado algo sobre lo que proyectar el ritmo de sus latidos. Había amado intensamente.

Había amado al mundo, a su belleza sin par. Había adorado cada elemento de la naturaleza. La perfecta superficie de los lagos cuando el viento no soplaba sobre sus aguas. Las nubes que adoptaban millones de formas y rozaban perezosamente la bóveda celeste. La luna que se entreveía a través de las ramas desnudas de los árboles. La manada de caballos que corría en libertad hacia tierras inexploradas. El cantar de los pájaros madrugadores que recibían entusiasmados el calor de un nuevo día. El vuelo colorido de las mariposas, que siempre buscaban la flor más hermosa con la que combinar sus preciosas alas. 

Pero había descubierto que todo cuanto amaba era cruelmente destrozado por los humanos. Ellos arrasaban la tierra con guerras, contaminándo con los pútridos restos humanos la pureza de los estanques; escupiendo sobre la virtud dadora de vida de la Tierra y diseminando campos yermos donde solo se podía sembrar la desgracia. Tratando de eclipsar la luz de las estrellas con las enormes llamaradas con las que desterraban la naturaleza oscura de la noche. Con las ciclópeas murallas que erigían, tratando de emular la grandeza de las montañas.

¿Qué tenían los humanos con el mundo? ¿Por qué arrebataban la belleza a la creación y trataban de sustituirla por imperfectas reproducciones hechas por ellos? Porque sin duda, todas aquellas producciones que llevaban a cabo tenían su base en la Naturaleza, lo único que estaba allí antes de que ellos llegaran, lo único que se les había ofrecido aparte de la vida, lo único que en realidad necesitaban para sobrevivir. La naturaleza daba cobijo, daba alimento, daba protección. Pero sobre todo, daba equilibrio. Si también era escenario de catástrofes era tan solo porque en este mundo todo debe tener una contradicción complementaria. La Natura cuidaba, pero también atacaba. La Natura protegía, pero también atacaba. La Natura era un perfecto equilibrio, pero los humanos no quisieron aceptarla tal y como era. Y entonces, se dedicaron a reformarla, a copiarla, incluso a destruirla. Querían estar por encima de ella, querían dictar las normas. Querían decidir sobre el curso de la existencia. Lo querían todo. Y no de cualquier manera; querían tener dominio sobre todo para amoldarlo a su antojo. Querían esclavizar el contexto de la vida; la vida misma.

Avaricia. Ésa era la palabra que doblegaba sus instintos y que contaminaba sus espíritus: la avaricia.

¿Por qué la creación habría integrado semejante atributo en las almas de los humanos, de aquel grupo de seres insignificantes y a la misma vez influenciadores? 

No lo entendía, pero quería creer que la creación era sabia. Tal vez en algún lugar estuviera naciendo el elemento capacitado para mantener a raya las icnlinaciones del corazón humano.

-Sí que lo hay.

Recordó cómo sono aquella voz en su cabeza. Era poderosa, firme. De ultraumba.

-¿Y qué es? -preguntó entonces Angharad.

-Eres tú misma -respondió la voz.

Antes de que ella pudiera haber expresado su asombro, las palabras brotaron de aquella boca invisible que le susurraba en la mente.

-¿Nunca te has preguntado por qué eres tan hermosa? ¿Por qué tus rasgos se corresponden con el reflejo de lo más bello que puebla el mundo? -aventuró-. Toda criatura nace con una misión. La tuya era ser bella. Mientras tú respires, mientars la belleza conserve sus rasgos en ti, el mundo jamás podrá perder una parte de su hermosura, de su condición inimitable. Los humanos pueden empeñarse en destruír, en matar, en traicionar a la Tierra que los ha acunado desde su nacimiento... Pero jamás podrán derrotarla del todo si tú permaneces viva, llevando en ti el perfume que desprende la más pura esencia del Planeta.

-¿Y cómo puedo garantizar el éxito de mi misión? -preguntó la joven Angharad, dispuesta a sacrificar el placer egoísta de limitarse a consumir su propia vida.

-Debes permanecer en una tierra remota, tan lejana y desconocida que la vida humana jamás alcance sus costas. Una vez allí, te encerrarás en una torre, tan alta que desde su única ventana puedas ver un océano de nubes. Allí nadie te encontrará jamás. Allí estarás a salvo de la avaricia humana, que si llegara a vislumbrar tu belleza no podría evitar desear someterla a su voluntad, torturando así el último brote de esperanza del Mundo. Extinguiendo así las posibilidades de supervivencia de este Planeta -explicó la voz-. ¿Lo harás?

Angharad asintió sin sombra de duda.

-Amo este Mundo, desde la más diminuta brizna de hierba hasta la cordillera más agreste. Y cuando se ama de verdad, el alcance del sentimiento es ilimitado -comunicó con convicción-. Consagraré mi corazón a bombear belleza al mundo; mi vida a velar por la cesión del afán posesivo e inconformista del alma humana.

-Tu belleza es inmensa, Angharad -dijo la voz por respuesta, y entonces se extinguió en la nada.

Angharad jamás olvidó su pormesa, y aún, después de milenios transcurridos desde que se comprometiera a salvar el Mundo, permanece en algún lugar inalcanzable para cualquier criatura de la Tierra, especialmente para la raza humana. 

Continúa regenerando la Tierra desde su torre, donde sus dedos viajan a través de su infinito cabello, peinándolo en trenzas que adorna con el rocío cristalizado con el que el amanecer riega el alfeizar de su único ventanal, dándole las gracias por su amor y dedicación.




LIZZIE VILLKATT