lunes, 7 de mayo de 2012

Made in Sorrow



Un dibujo del año pasado. Un soplo de inspiración y creación casi instantánea. Hecho a carboncillo.
Ahora dejo el relato que he creado para ella ;).



MEMORIAS DE UNA MUÑECA



Nunca había sido feliz hasta que llegué a manos de Rebeca. Nunca había conseguido hacer amistad con las demás muñecas. Ellas me consideraban un monstruo por padecer un ligero fallo de fábrica. Al parecer no me habían completado la cabellera y lucía escasos mechones de ébano distribuidos por mi pequeña cabeza de plástico, sin orden ni armonía. Estaba incompleta, y todo a mi alrededor me lo recordaba en el centro comercial, rodeada de perfectos y brillantes muñecos a la espera de que un niño se interesara por ellos y los sacara de su prisión de cartón y plástico.

Por supuesto, yo permanecía "a la espera" -sabía bien que mi inacabado y horrible aspecto me condenaba a pudrirme en mi cárcel- gracias a la negligencia de los humanos, que no habían reparado en el error que arrastraba y me habían incluido en aquel estante, a la par de las demás hermosas muñecas, todas bellas con su cutis cremoso, sus sonrojadas mejillas, sus labios de carmín, sus rizadas pestañas y sus trenzas rubias, rematadas con lazos rosas que hacían juego con sus esplendorosos vestidos llenos de cintas, volantes y enormes botones llamativos. Todas ellas no desaprovechaban la oportunidad de reírse de mí, de lanzarme pullas crueles e intensificar así mi pesadumbre. Cada día apuñalaban mi autoestima, minaban mi confianza, y me hacían creerme una bestia horrorosa tan solo por un defecto. 

Cuando las hirientes voces se callaban para descansar sus perfectas pestañas sobre sus perfectos pómulos y soñar con la bonita niña que peinaría sus suaves cabellos, yo reflexionaba. Eran los únicos momentos de lucidez para mí, pues mi mente no se hallaba contaminada por las dolorosas emociones que me creaban mis compañeras. Entonces era racional y pasaba horas convenciéndome de que no debía dejar que me hicieran daño, de que ellas eran más feas que yo por dentro, donde de verdad importaba ser bello. Ellas estaban vacías, no se preocupaban de engrandecer su espíritu, tan solo les interesaba alimentar su vanidad. Lo único que valía para ellas era que el espejo les devolviera una imagen que las satisficiera. Tan solo eran fachada. Y sin embargo, el mundo era tan injusto que solo a ellas las querrían, pues era muy difícil que una niña se interesara por mí y me dejara demostrarle mi gratitud, cariño y lealtad, facultades que las demás muñecas desconocían. Ellas no sentirían agradecimiento ante la adoración que despertaran en sus infantiles dueñas, pues lo verían como una reacción lógica hacia ellas. La belleza todo lo valía, según creían ellas, y excusaba todo comportamiento feo, porque, ¿quién no ama la belleza? Era tan deslumbrante que cegaba al receptor de su brillantez, hasta el punto de pasar por el aro ante todo tan solo por que le permitieran rozar el paraíso de sus perfectas formas. Y los que lograban percatarse de los aspectos feos de su personalidad,seguramente se convencían de que una belleza semejante compensaba un alma monstruosa.

De ese modo, yo era bella por dentro, pero no tenía el atractivo de la belleza exterior como para que alguien se interesara en prestarme la atención suficiente para darse cuenta. De ese modo, pasé largas semanas allí recluída, escuchando las charlas banales de mis hermanas cuando se aburrían de menospreciarme. Y pese a todo lo que representaban -una excesiva frivolidad, una desmesurada vanidad, un alma pútrida y corazones que obedecían al interés y se rendían ante la hipocresía- vi como poco a poco ellas se iban en manos de una adorable niña que ya las besaba a través de su caja de plástico.

Fui quedándome cada vez más sola, mirando sin poder remediarlo la injusticia que se cometía a mi alrededor.  Por un lado me sentía aliviada de que las voces impías fueran apagándose, reduciéndose a susurros que perdían fuerza, haciendo mis pensamientos más fuertes. Sin embargo, un peso reemplazaba a otro, pues la soledad también iba tornándose insostenible. Me preguntaba cuándo saldría de allí. Cuándo alguien se percataría de que yo era un error y sin miramientos me tiraría a la basura.

Sin embargo, la vida tenía una sorpresa para mí. Una tarde como otra cualquiera, vi aproximarse a una preciosa niña por el pasillo de la sección de muñecas, mi hogar. Me preparé para que no reparara en mí y le dirigiese una mirada cariñosa a mi única compañera -ya solo quedábamos en ese estante ella y yo-, una preciosa muñeca rubia que yacía a mi lado.

—En fin, adiós. Has sido una compañera de balda aburrida —me dijo la muñeca a modo de despedida, evidenciando que ella se iba y yo me quedaba.

—Bueno, tú no eres una compañera que despierte mi simpatía.

La muñeca río con esa irritante y altisonante carcajada propia.

—Espero que la soledad te complazca más —replicó con maldad.

 La niña se detuvo frente a nosotras acompañada de sus padres. Pero ella era diferente. Estaba inválida y tenía que arrastrar su cuerpo mediante una silla de ruedas.

—Vaya por Dios —se quejó la muñeca que permanecía junto a mí con voz molesta—. Me ha tenido que tocar una enferma. Menuda lata. Mi diversión se limitará a forzar una sonrisa encantadora en su presencia mientras permito que me peine y me cambie de ropa o me siente a tomar té con un zarrapastroso oso de peluche... Porque.. ¿Tú crees que posea algún muñeco apuesto que sea digno de mi belleza? En fin, da igual. Eso no compensará la perspectiva de una existencia aburrida. Me perderé los paseos en bici sobre la cestita y la sensación de vuelo si me sentara en su regazo cuando se columpiara... Todas esas maravillosas aventuras de la que disfrutarán mis demás compañeras. ¡Es injusto! ¡Injusto! ¿Por qué a mí? ¿Por qué yo? Espero que por lo menos me compre hermosos vestidos para compensarme... —continuó refunfuñando desdeñosamente, quejándose y exigiendo, y lanzando resoplidos.

Yo la miraba sin dar crédito. ¿Cómo podía decir esas cosas tan horribles? ¿Cómo osaba quejarse de su paradisíaco destino delante de mí, delante de una condenada a pudrirse? La odié. Y miré hacia la niña compasivamente, deseando fervientemente que me eligiera a mí. Sabía que era fantasioso, pero no pude evitarlo. Como siempre me sentí estúpida mientras la esperanza me embargaba, como cada vez que nos visitaba una niña.

Para mi sorpresa, la niña extendió las manos para cogerme y me acunó en su regazo, mientras me miraba con admiración. Yo me quedé muda de sombro. Apenas había reparado en Emily, mi compañera. Solamente había tenido ojos para mí, ojos rebosantes de adoración.

—Quiero esta —había dicho a sus padres.

—¿Ésta? Está fallida, ¿no lo ves? —había protestado su madre.

—Soy consciente. Por eso la quiero.

—¿No prefieres la preciosa muñeca rubia que está junto a ella? —había preguntado su madre, parpadeando de la incredulidad.

La niña había lazado la cabeza para clavar una mirada intensa en su madre. Una mirada enojada.

—¿Por qué debo escoger la perfección? ¿Por qué debo ceñirme a patrones de belleza? ¿Crees que solo se es hermosa siendo perfecta? Porque en ese caso me estás despreciando y me sentiría muy decepcionada contigo.

—Yo... no... —había tartamudeado su madre, presa del pánico por las suposiciones y acusaciones que había lanzado su hija.

—Quiero a Linda, que así es como se va a a llamar —había proclamado la niña con voz firme. Me sentí orgullosa de ella y sentí también que la amaba, que la querría siempre. Fui consciente de que me había salvado—. Si aún sigues dispuesta a comprarme una muñeca tal y como has prometido, será ésta.

—De acuerdo —había concedido la madre.

Y así fue como entré en su vida. Ése fue el comienzo de una profunda amistad, de la fusión de dos sonrisas que no escondían intereses ni artimañas. Así comenzó la comunicación de dos almas puras, de dos corazones que se correspondían. Ese fue el primer momento de un tiempo juntas que se prolongaría muchísimos años, que alcanzarían un nivel más allá de lo infantil.

Porque Rebeca jamás creció lo suficiente como para olvidarme. Siempre me tuvo en especial consideración y me llevó a todos sus viajes. Compartió conmigo todos los secretos de su alma en todas las etapas de su vida. Y siempre me presentó orgullosa de mí, logrando que los demás descubrieran belleza en mí a través de sus dulces palabras.

Logró arroparme en un calor que jamás me atreví a soñar. Y logró apagar para siempre las voces que insistían en aguijonear mi alma.



LIZZIE VILLKATT

viernes, 4 de mayo de 2012

Devil's fire


El primer dibujo que voy a subir aquí es éste, hecho en el 2007. Lo he retocado, sombreado y coloreado mediante Photoshop. Así aprovecho para utilizar mi tableta digital, que la verdad, le presto poca atención a la pobre. En fin, son mis primeros ensayos, así que siento no poder ofrecer como resultado más U_U.

Y ahora os dejo un relato que acompaña al dibujo ;).



LA PRINCESA EN LLAMAS



Las paredes parpadeaban con el fuego que danzaba en mis manos. Mi propia figura parecía una ondulante llama que prendía y se extinguía aleatoriamente. Sentía escozor en los ojos mientras hipnotizada no podía apartar la vista de las llamas. Era superior a mi voluntad.

Desde niña había sentido una pasión desmedida por el fuego. No recordaba la de cicatrices que adornaban mi cuerpo como consecuencia de mi amor imposible hacia él. ¿Cuántas veces me habían rescatado los ciudadanos de consumirme en un fulminante abrazo? ¿Cúantas veces había soportado sobre mí aquellos centenares de ojos que me tachaban de extraña? ¿Cúantas veces el fuego había sido mi única fuente de calor?

Me sentía fría, desolada, abandonada. Ignorada por mis iguales. Compadecida por los más crueles. ¡¿Quién osa compadecerse del feliz enamorado sino los infelices desalmados?! ¿Y por qué le era al mundo tan difícil el entender mi pasión? ¿Por qué no podía vivir mi amor sin ojos que me acusaran de loca, sin manos que me apartaran de su calor?

Hacía ya tiempo que mi hogar se había convertido en una cárcel. Y el prisionero era mi alma. En aquel remoto pueblo de gentes supersticiosas e ignaras, me sentía una criatura de otro universo. No lograba conectar con aquella gente, y pese a que había seguido de cerca el curso de sus vidas, los sentía como extraños. Mucha de aquella gente había sido bondadosa conmigo cuando me quedara huérfana siendo muy pequeña, y me llevaban siempre que se acordaban sopa caliente o algún guiso bien sazonado. Aunque yo dudaba del verdadero motivo de esas gentiles consideraciones. 

A pesar de ser niña, muy tempranamente había tenido que aprender a comprender el mundo hostil en el que vivía. Y algo que había constatado era que nadie daba nada sin un motivo egoísta como promovedor de dicha acción o sin esperar nada a cambio. Por tanto, cada vez que recibía una muestra de compasión más que agradecida me sentía desconfiada. Y guardaba un analítico silencio en el que estudiaba la incomodidad que embargaban a mi dador de atenciones. 

Más tarde descubrí el motivo egoísta que movía a todos a tener gestos conmigo. Era algo espiritual. Algo místico. Era Dios.

De alguna manera, aquellas primitivas mentes pensaban que eludir a una pobre huérfana sola en el mundo era renegar del Señor. No podía evitar bufar con desprecio cada vez que un ciudadano lo mencionaba en mi presencia, con una esperanza y una fe inquebrantables que lograban desquiciarme.

Dios. ¿Cómo se atrevían a mencionarlo en mi presencia? ¿Cómo se atrevían siquiera a insinuar que todas mis buenas palabras debían ser dedicadas a él? ¿Cómo osaban sugerirme que le rezara y lo alabara? Si tal como aseguraban, Dios era aquel que velaba por nosotros... ¿Qué tenía que agradecerle? ¿Qué hubiera dejado morir a mi padre a manos de un bandido que trató de robar en nuestra casucha? ¿Que hubiera matado a mi madre de pena cuando yo apenas tenía cinco años? ¿Qué me viera obligada a mendigar una miga de pan hasta que espabilé lo suficiente como para cazar por mi cuenta? ¿Que recibiese unas migajas de compasión en su nombre? ¡NO, NO y NO! Las migajas son para los débiles, yo elegí toda la barra de pan.

Hacia ya tiempo que renegaba del Dios que la creencia popular consideraba digno de amar. Hacía tiempo que no me molestaba en ser agradable con la gente que se interesaba -o que actuaba guiado por una insana curiosidad, más bien- por mí. Y poco a poco las visitas menguaron hasta que conseguí mi soledad deseada.

Bueno, cierto es que llevaba prácticamente toda mi vida sola... Pero ahora me hallaba absolutamente sola, libre de entregar mi adoración y mi amor a quien me placiese. Y escogí el calor. El fuego.

Cada vez que encendía una fogata -muy a menudo- me perdía en la danza descontrolada que emitían sus llamaradas. Me fascinaban las miles de formas que podía llegar a tomar cada lengua abrasadora, los infinitos matices dorados que lograba dar a todo cuanto le rodeaba. Mi casa era un agujero oscuro, pero bajo la mirada del fuego se teñía de una gama interminable de amarillos, de tal modo que de pronto me sentía vivir en un palacio de oro brillante y deslumbrador. Y me encantaba esa sensación. En secreto me sentía como una princesa, como una princesa en llamas.

Muchos temen al fuego. Yo misma creo que es digno de temor. Sin embargo, en mí jamás había ejercido ese efecto. En cambio, desde siempre había sentido devoción, admiración, hipnotismo, agradable calor. Él era lo único que me recordaba que estaba viva, que mi cuerpo ansiaba sensaciones placenteras pese a que yo me negaba a concedérselas. Era lo único que incendiaba mi sangre y me hacía estallar por dentro como un volcán.

Una noche al fin me rendí a lo evidente. Le había entregado al fuego todo de mí: mis más amables palabras, todas mis sonrisas, la caricia de mis ojos, la proximidad de mi alma, todo el cariño que albergaba en mí. ¿Por qué no entregarme del todo?

Me embutí entonces en mis mejores galas, queriendo ofrecerle mi mejor aspecto. De un viejo arcón saque el vestido de novia de mi madre. Por supuesto, no era ningún lujo, tan solo una hermosa prenda blanca y deslustrada. No tenía bordados, ni encajes, ni pedrería, ni volantes, ni sedas, ni cintas ni nada. Pero era todo cuanto poseía. Y pese a todo, cuando me metí en él me sentía una verdadera princesa. 

También peiné con brío mi larga cabellera de ébano, desenredando cada nudo y dejándola tan suave que enseguida sentí que compensaba la falta de sedas. Por último me pinté un dibujo extraño alrededor de los ojos a base de tinta, y continué pintando símbolos que escapaban a mi conocimiento pero que mis dedos parecían comprender bien sobre cada cicatriz, sobre cada ardiente beso del fuego.

Volví a la hoguera del salón y me arrodillé. Con una voz dulce comencé a canturrear cariñosamente, mientras mis manos desmarañaban el lío de faldas y acercaban al fuego la orilla de mi vestido. Con emoción vi como la tela comenzaba a prenderse, como el fuego aceptaba con optimismo lo que le ofrecía. Enseguida trepó por el impoluto traje, zampándose cada centímetro de tela hasta entrar en contacto directamente conmigo.

Exclamé de placer. Sentía a mi amante devorándome vertiginosamente y estaba en un éxtasis que no discernía el dolor del placer. Cerré los ojos y orienté mi cabeza hacia el techo, mientras lágrimas de felicidad y sollozos de gozo se desprendían de mí como un grito de amor.

Sentía convertirme en una antorcha, compartir con mi amado su misma esencia, fundirnos en un solo ser tan poderoso que nos extinguiría en una eternidad efímera. Finalmente sentía en mis carnes la mordedura de la pasión. Finalmente me sentía todo lo viva que podía estar, aunque para ello hubiera tenido que posicionarme en los albores de la muerte.

Finalmente, después de toda una vida coqueteando, nos rendimos a nuestra pasión engalanados con vivas llamas y encontrábamos la manera de compartir caricias.


LIZZIE VILLKATT