viernes, 4 de mayo de 2012

Devil's fire


El primer dibujo que voy a subir aquí es éste, hecho en el 2007. Lo he retocado, sombreado y coloreado mediante Photoshop. Así aprovecho para utilizar mi tableta digital, que la verdad, le presto poca atención a la pobre. En fin, son mis primeros ensayos, así que siento no poder ofrecer como resultado más U_U.

Y ahora os dejo un relato que acompaña al dibujo ;).



LA PRINCESA EN LLAMAS



Las paredes parpadeaban con el fuego que danzaba en mis manos. Mi propia figura parecía una ondulante llama que prendía y se extinguía aleatoriamente. Sentía escozor en los ojos mientras hipnotizada no podía apartar la vista de las llamas. Era superior a mi voluntad.

Desde niña había sentido una pasión desmedida por el fuego. No recordaba la de cicatrices que adornaban mi cuerpo como consecuencia de mi amor imposible hacia él. ¿Cuántas veces me habían rescatado los ciudadanos de consumirme en un fulminante abrazo? ¿Cúantas veces había soportado sobre mí aquellos centenares de ojos que me tachaban de extraña? ¿Cúantas veces el fuego había sido mi única fuente de calor?

Me sentía fría, desolada, abandonada. Ignorada por mis iguales. Compadecida por los más crueles. ¡¿Quién osa compadecerse del feliz enamorado sino los infelices desalmados?! ¿Y por qué le era al mundo tan difícil el entender mi pasión? ¿Por qué no podía vivir mi amor sin ojos que me acusaran de loca, sin manos que me apartaran de su calor?

Hacía ya tiempo que mi hogar se había convertido en una cárcel. Y el prisionero era mi alma. En aquel remoto pueblo de gentes supersticiosas e ignaras, me sentía una criatura de otro universo. No lograba conectar con aquella gente, y pese a que había seguido de cerca el curso de sus vidas, los sentía como extraños. Mucha de aquella gente había sido bondadosa conmigo cuando me quedara huérfana siendo muy pequeña, y me llevaban siempre que se acordaban sopa caliente o algún guiso bien sazonado. Aunque yo dudaba del verdadero motivo de esas gentiles consideraciones. 

A pesar de ser niña, muy tempranamente había tenido que aprender a comprender el mundo hostil en el que vivía. Y algo que había constatado era que nadie daba nada sin un motivo egoísta como promovedor de dicha acción o sin esperar nada a cambio. Por tanto, cada vez que recibía una muestra de compasión más que agradecida me sentía desconfiada. Y guardaba un analítico silencio en el que estudiaba la incomodidad que embargaban a mi dador de atenciones. 

Más tarde descubrí el motivo egoísta que movía a todos a tener gestos conmigo. Era algo espiritual. Algo místico. Era Dios.

De alguna manera, aquellas primitivas mentes pensaban que eludir a una pobre huérfana sola en el mundo era renegar del Señor. No podía evitar bufar con desprecio cada vez que un ciudadano lo mencionaba en mi presencia, con una esperanza y una fe inquebrantables que lograban desquiciarme.

Dios. ¿Cómo se atrevían a mencionarlo en mi presencia? ¿Cómo se atrevían siquiera a insinuar que todas mis buenas palabras debían ser dedicadas a él? ¿Cómo osaban sugerirme que le rezara y lo alabara? Si tal como aseguraban, Dios era aquel que velaba por nosotros... ¿Qué tenía que agradecerle? ¿Qué hubiera dejado morir a mi padre a manos de un bandido que trató de robar en nuestra casucha? ¿Que hubiera matado a mi madre de pena cuando yo apenas tenía cinco años? ¿Qué me viera obligada a mendigar una miga de pan hasta que espabilé lo suficiente como para cazar por mi cuenta? ¿Que recibiese unas migajas de compasión en su nombre? ¡NO, NO y NO! Las migajas son para los débiles, yo elegí toda la barra de pan.

Hacia ya tiempo que renegaba del Dios que la creencia popular consideraba digno de amar. Hacía tiempo que no me molestaba en ser agradable con la gente que se interesaba -o que actuaba guiado por una insana curiosidad, más bien- por mí. Y poco a poco las visitas menguaron hasta que conseguí mi soledad deseada.

Bueno, cierto es que llevaba prácticamente toda mi vida sola... Pero ahora me hallaba absolutamente sola, libre de entregar mi adoración y mi amor a quien me placiese. Y escogí el calor. El fuego.

Cada vez que encendía una fogata -muy a menudo- me perdía en la danza descontrolada que emitían sus llamaradas. Me fascinaban las miles de formas que podía llegar a tomar cada lengua abrasadora, los infinitos matices dorados que lograba dar a todo cuanto le rodeaba. Mi casa era un agujero oscuro, pero bajo la mirada del fuego se teñía de una gama interminable de amarillos, de tal modo que de pronto me sentía vivir en un palacio de oro brillante y deslumbrador. Y me encantaba esa sensación. En secreto me sentía como una princesa, como una princesa en llamas.

Muchos temen al fuego. Yo misma creo que es digno de temor. Sin embargo, en mí jamás había ejercido ese efecto. En cambio, desde siempre había sentido devoción, admiración, hipnotismo, agradable calor. Él era lo único que me recordaba que estaba viva, que mi cuerpo ansiaba sensaciones placenteras pese a que yo me negaba a concedérselas. Era lo único que incendiaba mi sangre y me hacía estallar por dentro como un volcán.

Una noche al fin me rendí a lo evidente. Le había entregado al fuego todo de mí: mis más amables palabras, todas mis sonrisas, la caricia de mis ojos, la proximidad de mi alma, todo el cariño que albergaba en mí. ¿Por qué no entregarme del todo?

Me embutí entonces en mis mejores galas, queriendo ofrecerle mi mejor aspecto. De un viejo arcón saque el vestido de novia de mi madre. Por supuesto, no era ningún lujo, tan solo una hermosa prenda blanca y deslustrada. No tenía bordados, ni encajes, ni pedrería, ni volantes, ni sedas, ni cintas ni nada. Pero era todo cuanto poseía. Y pese a todo, cuando me metí en él me sentía una verdadera princesa. 

También peiné con brío mi larga cabellera de ébano, desenredando cada nudo y dejándola tan suave que enseguida sentí que compensaba la falta de sedas. Por último me pinté un dibujo extraño alrededor de los ojos a base de tinta, y continué pintando símbolos que escapaban a mi conocimiento pero que mis dedos parecían comprender bien sobre cada cicatriz, sobre cada ardiente beso del fuego.

Volví a la hoguera del salón y me arrodillé. Con una voz dulce comencé a canturrear cariñosamente, mientras mis manos desmarañaban el lío de faldas y acercaban al fuego la orilla de mi vestido. Con emoción vi como la tela comenzaba a prenderse, como el fuego aceptaba con optimismo lo que le ofrecía. Enseguida trepó por el impoluto traje, zampándose cada centímetro de tela hasta entrar en contacto directamente conmigo.

Exclamé de placer. Sentía a mi amante devorándome vertiginosamente y estaba en un éxtasis que no discernía el dolor del placer. Cerré los ojos y orienté mi cabeza hacia el techo, mientras lágrimas de felicidad y sollozos de gozo se desprendían de mí como un grito de amor.

Sentía convertirme en una antorcha, compartir con mi amado su misma esencia, fundirnos en un solo ser tan poderoso que nos extinguiría en una eternidad efímera. Finalmente sentía en mis carnes la mordedura de la pasión. Finalmente me sentía todo lo viva que podía estar, aunque para ello hubiera tenido que posicionarme en los albores de la muerte.

Finalmente, después de toda una vida coqueteando, nos rendimos a nuestra pasión engalanados con vivas llamas y encontrábamos la manera de compartir caricias.


LIZZIE VILLKATT



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