lunes, 4 de junio de 2012

The Show Must Go On

Hacía demasiado que no posteaba nada en este blog. En fin, voy a colgar una serie de relatos inspirados en los Pecados Capitales. El primero es la IRA.



(El dibujo no es mío. Este es el enlace de donde lo saqué: http://dwikobiubatu.deviantart.com/gallery/#/d4tqva9 )





—Retírese.

La criada me miró a través del espejo y asintió con la cabeza comprendiendo. Soltó uno de mis bucles cobrizos, el cual se suspendió en una suave danza unos instantes. Siguiendo mi orden la escuché salir de mis aposentos.

Me concentré en mi imagen. Mi piel había sido pulida perfectamente tras unos polvos de maquillaje. Mis mejillas yacían artificialmente arreboladas y mis labios parecían florecer en tonos carmines. Mi cabello había sido estudiadamente recogido en un elaborado peinado que dejaba tirabuzones sueltos enmarcando mi cara. Una corona de perlas en lo alto de la cabeza sujetaba un diáfano velo blanco que hacía juego con mi vestido impoluto.

Era el día de mi boda.

Mi corazón latía frenético. Todo era aparentemente perfecto. Yo amaba a mi prometido y él me amaba, algo francamente difícil en una época de matrimonios concertados.

Sin embargo, no era la felicidad la que recorría cada fibra de mi cuerpo. Era inquietud. Mi instinto trataba de alarmarme, pero no lograba dar con el motivo de mi irracional angustia. Y me hallaba de malhumor por aquella sensación que no me abandonaba.

Hacía días que me había asaltado, pero ahora que se acercaba un punto clave en mi vida, se acentuaba de manera que lograba enloquecerme. Achaqué todo a los nervios y me esforcé por olvidar. No fue posible, pero al menos pude dirigir mis pensamientos a senderos felices, y todos ellos comenzaban a partir de este día.

Rebusqué en el cajón de mi secret la gargantilla de perlas que me había regalado George, mi amado. Me lo acomodé sobre el pecho con un suspiro de placer. Después sustraje mis guantes de satén suave y los deslicé hasta el codo.

Estaba lista.

Con tanto ajetreo no me había preocupado en fijarme en el temporal que hacía fuera. Con una sonrisa, me levanté del taburete forrado de damasco y me acerqué a las cortinas de terciopelo que me separaban del cielo. Cerré los ojos, y me concentré en una pregunta que debía responder el temporal de aquella mañana: Si hacía un día soleado y despejado, mi casamiento sería el más feliz que pudiera desear. Sin embargo, mi futuro se vería empañado ante cualquier signo de lluvia o niebla.

Confiando plenamente en un futuro feliz, abrí las cortinas de golpe, y el temor me golpeó en el pecho. Ante mi se abría un cielo grisáceo, poblado de nubes negras que se enroscaban como dragones furiosos, dispuestos a arrasar con el mundo entero. El viento amenazaba con arrancar de raíz cada brizna de hierba, la cual parecía sujetarse a la tierra por medio de una plegaria. Los árboles agitaban sus ramas, clamando batalla, haciendo aullar sus ramas. Los pájaros habían sido silenciados, y ninguno encontraba motivos para entonar cantos. El tiempo empeoró gradualmente, y en un instante, el cielo dejó caer todo el agua que había estado conteniendo a fin de proclamar la guerra en la tierra. El emblema de su ejército eran numerosos zigzagueos luminosos que cruzaban el firmamento, acompañados de gritos de batalla que retumbaban con voz grotesca.

Presa del miedo y la intranquilidad, abandoné mi posición junto a la ventana y salí de mi dormitorio queriendo hallar a alguien que disipara mis miedos. Recorrí el pasillo de mi piso, abriendo todas las puertas a mi paso, queriendo encontrar consuelo, una voz compasiva que me susurrara que todo aquello solamente se trataba de una estúpida superstición. Pero todo parecía estar desierto.

Mi cuerpo era un instrumento ajeno a la razón, y de manera automática abría y cerraba puertas, no encontrando nada. Hasta que halló motivos para paralizarse. Tras uno de aquello vanos de madera de cerezo me aguardaba la clave del vaticinio del cielo. Mi corazón dejó de bombear sangre un instante, y pude sentir como si un iceberg se encaramara a mi cuerpo, helándome e inmovilizándome, como una gélida garra que me apresara y me obligara a ver el funeral de mis sueños. Allí estaba él: envuelto en un lío de faldas, acostado en un sofá con otra mujer debajo, besando sus labios. George.

Su nombre fue un grito desgarrador, aunque no tuve claro si solamente retumbaba en mi mente o si había tenido la fuerza suficiente como para arrojarlo hasta hacerlo audible para todo aquel que se hallara a una distancia conveniente para oírlo. Mi duda se vio respondida cuando, sobresaltado, George se distrajo de su pasión, temiendo al propietario de esa voz que chillaba su nombre con desesperanza.

Sus ojos me miraron. Y me dolió su mirada. Parecía sorprendido, disgustado, horrorizado… pero no arrepentido. No había disculpa en su mirada. Ningún tipo de consideración. Y consiguió hacerme sentir como si yo fuera el error de aquella escena, el componente sobrante de aquel espantoso cuadro. Como si yo fuera culpable de la irrupción en la intimidad ajena, y no la víctima de todo aquel embrollo pasional.

No creía que pudiera llegar a sentir más dolor del que sentía en aquel momento, pero me equivoqué, como llevaba haciendo todo el día. Porque cuando el rostro de la furcia logro emerger a través de la cascada dorada de su cabello reconocí a mi mejor amiga.

Traición.

Los ojos se me llenaron de lágrimas, el corazón perdió el rumbo de sus latidos, mi mente se nublo de ira, y actuó bajo una sinfonía que palpitaba en mis sienes: traición, traición, traición, traición. Me enajené de mi propio cuerpo y un torrente de furia se apoderó de todo mi ser. Mi volcán, aquel que todos llevamos dentro, si bien inactivo, encontró el combustible que le originaba la máxima reacción, y ciega de dolor, me abandoné a la lava ardiente del despecho.

Aquellos minutos fueron confusos. Lo siguiente que recuerdo es mi vestido blanco teñido de rojo, estropeado por siempre; mis manos sujetando las pruebas de un crimen de amor; los cuerpos eternamente inertes de los dos a mis pies.

Pero el espectáculo debía continuar.

Todavía había una boda que celebrar.

Quedaba una novia casadera.

Y la muerte era un candidato disponible.

LIZZIE VILLKATT

1 comentario:

  1. Como una maravilla así pasa desapercibida? me encanta el alma de los artistas......Saludos.........."helándome e inmovilizándome, como una gélida garra que me apresara"

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